lunes, 15 de junio de 2009

Encuentros Oscuros

por Francisco Elizondo

Con sigilo caminas lentamente, y te refugias en la oscuridad de la noche. Observas cuidadosamente; te ocultas en ti mismo. A tu alrededor incontables miradas te atacan desde distintos puntos, mientras recorres el sitio de un lado a otro.

Dudas. Sin embargo, como si tuvieras mil pares de ojos, contemplas cada una de las miradas que arremeten hacia ti. Analizas las posibilidades; buscas que reúnan las cualidades que cumplen con tus expectativas. Aguardas cautelosamente sin ningún afán.

Un suéter cuelga en uno de los soportes de la mochila que cargas en tu espalda, la cual llenas con libros y cuadernos, cual inocente estudiante de primaria. A pesar de que la luna se asoma entre las ramas de los árboles, una gorra de visera cubre tu cabeza.

Las líneas de expresión en tu cara evidencian que ya estás por encima de los treinta. No obstante, dices tener veintinueve años y aseguras llamarte Oscar. Sonríes de manera nerviosa, dejando mostrar el aparato que llevas en tus dientes, desde hace casi dos años, con el que pretendes corregir las imperfecciones.

Estás ubicado frente a la Biblioteca Nacional, son pasadas las nueve de la noche. Has caminado varios minutos y decides sentarte en un poyo del parque. Con suerte aparecerá alguien que se muestre interesado en ti. De ser así, te trasladarás a algún lugar menos transitado, dónde consumirás tus más salvajes apetitos, saciarás tus atrevidos deseos sexuales y satisfarás tu ser con alguien que estará dispuesto a complacerte, aunque no sepa ni tu nombre.

Hace pocos minutos entregaste tu examen del curso de literatura americana, el cual llevas como parte de tu especialización en enseñanza del idioma inglés, que llevas en la Universidad Internacional de la Américas.

Durante el día vives rodeado de colegiales, debido a tu profesión de educador. Te gusta impartir lecciones, y te encanta el contacto con los jóvenes. Los traviesos semblantes en sus caras y los cuerpecitos repletos de hormonas inquietas te generan sensaciones brutales que no logras exteriorizar y que tu mente almacena como una esponja.

No te juegas el chance con tus estudiantes; sabes que una condena por esa falta podría representarte hasta doce años de cárcel, tal como la recibida por tus colegas de Río Jiménez, en Guácimo de Limón en el 2008.


Tras unos diez minutos de estar sentado en el parque, se aproxima un sujeto de unos cuarenta años, contextura gruesa y estatura media. Miras de reojo al tipo, como tratando de evitarlo, pero, de cierta forma, esperando que se acerque a hablarte. El sujeto vagamente dirige sus ojos hacia ti. Pasan pocos segundos para que este se aleje sin mostrar interés.

No te preocupa que esta oportunidad se haya ido tan fácilmente, sabes que ya llegará alguien que te llame la atención, que te resulte “interesante” y que también muestre curiosidad hacia ti. Estás seguro que este parque es frecuentado por tipos como tú, y solo bastará con esperar un poco más.

La primera vez que pusiste un pie sobre ese parque, en horas de la noche, con el fin de buscar compañía, fue hace más de dos años. Estabas temblando de miedo, te aterraba la oscuridad y le temías a las siluetas que se dibujaban a lo lejos.

Esa ocasión conociste a Ramiro Peña, con quien compartiste decenas de noches a partir de aquél momento, y quién todavía te llama por teléfono de vez en cuando; a pesar de estar casado y de ser padre de gemelos. Juntos calmaron sus instintos carnales por meses.

Desde esa noche frecuentas el lugar al menos dos ocasiones por semana.

Estas agotado. Ingresar al colegio a dar clases a las siete de la mañana es aplastante. Pero tu propia satisfacción es más importante para ti en este momento.

Frías y fuertes ráfagas toman lugar en las inmediaciones del parque; la media noche se asoma en tu reloj de muñeca, pero no te importa, a pesar de que el último autobús a San Luís de Heredia, donde vives, salió minutos antes.

A paso lento se acerca un joven de unos veinte años quizás. Lo miras a lo lejos y tomas una postura que atraiga su contemplación, casi como un anzuelo. Puedes escuchar sus pisadas, no hay más nadie alrededor. Fijas tu mirada en el objetivo, y este responde del mismo modo.

Tus ojos pueden percibir los del jovencito, como un choque eléctrico que te golpea. Los nervios se apoderan de tu ser, pero estás acostumbrado a lidiar con ello. El chico se acerca, te saluda y toma asiento frente a ti. Por tus propias experiencias previas, sabes que los pollitos de ahora son terribles, pero sigues adelante con tu propósito. Necesitas saciarte.

El joven se llama Daniel, te parece un tipo agradable, te atrae físicamente, te despierta emociones, sus labios carnosos no paran de sonreír ni por un segundo. No lo puedes evitar, tienes que “soltarle el acido”.

- Podríamos ir a dar una vuelta, si te parece.
- Claro, no tengo inconvenientes.
- ¿Pero qué te gustaría hacer Daniel?
- Cualquier cosa que tengas en mente estará bien para mí.

¡Cayó la presa! Te levantas de tu asiento y, junto con Daniel, sales de las inmediaciones del parque para perderse en la majestuosidad de la noche. Un par de horas serán suficientes para ti. Tienes en mente que mañana temprano debes impartir clases; no puedes pasar en vela la noche entera. Por ninguna razón puedes dejar de atender a tus “pescaditos” celestes.




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